9.1.11
Los primeros días de gobierno, en el municipio o en la región, son de incertidumbre. Algo así como reunir músicos para conformar una orquesta sinfónica. Es probable que algunos tengan su música propia y desentonan.
Otros necesitan perfeccionarse y aprender en el camino. Unos son buenos y virtuosos. Otros francamente son malos. Como se dice en Piura “una cosa es con guitarra y otra con cajón”.
Una cosa es ser espectador, y otra, actor en escena. En política más que en otras actividades la palabra tiene un peso extraordinario. Un aforismo árabe sostiene, que el hombre y la mujer, son dueños de su silencio pero esclavos de sus palabras.
Para los griegos el propósito del gobierno es la armonía social. Armonía social según la concepción egea es “homonoia” (sintonía perfecta de pensamientos y corazones).
Pero esta sintonía tiene varios niveles. Hay una homonoia que corresponde al ámbito personal y familiar. Y otra que se extiende al ámbito social y comunitario. Quien no puede gobernar esa empresa diminuta que se llama familia difícilmente tendrá condiciones para gobernar esa familia grande que es la ciudad y la propia región.
La homonoia garantiza el desarrollo pacífico que todos anhelan y esperan. Eso, en buena cuenta, es lo que todos esperamos.
Queremos, con mucha esperanza, que los ciudadanos elegidos en el gobierno regional y en todos los municipios tengan un desempeño impecable. Queremos que la sintonía funcione porque de este modo se pueden enfrentar y encontrar soluciones eficaces a los menudos problemas que nos afectan.
Los dimes y diretes de comadres callejoneras son el desborde de la estupidez. El ejercicio del poder tiene sus riesgos. La ebriedad del todopoderoso deforma la realidad. Es causa de la desubicación, esa tentación perversa, de los que se sienten la última chupada del mango.
Decía el insigne estadista florentino Lorenzo de Medicis que sí había que aconsejar a los hombres públicos habría que recordarles lo siguiente. Que el hombre público debe cuidarse de esos tres árboles que crecen sin que los rieguen frente a su morada: Del árbol de la envidia, de esa señora que muerde sin comer y se refocila en el bien ajeno; del árbol de la soberbia, esa hinchazón repentina que provoca la golosina del poder. El otro árbol es el de la ignorancia. De la ignorancia arrogante y altanera que cree saberlo todo y está en realidad, indigente, en medio del calle.
Distinta es la ignorancia vencible del que se esfuerza por aprender. No es condición prima el saberlo todo. La vida es un proceso inagotable de aprendizaje. Se aprende cada día, golpe a golpe, verso a verso como diría el poeta. La última experiencia humana es el morir con la convicción gozosa de haber sido útil y de haber mirado a lo largo de la vida el color de la felicidad.
Hay una ignorancia invencible del presumido, obtuso, cerrado de mente y del corazón. Que habiendo equivocado el camino cree que va en la dirección correcta y está realmente en la contraria. Al final acaba convertido en un infeliz crónico.
El soberbio cree que el cargo transitorio y efímero es eterno. Y que los siervos de la gleba que se le acercan en pos de un beneficio son incondicionales. No lo son.
En Roma, tras el cortejo del emperador iba un hombre que en la euforia del poder no se cansaba de repetirle al oído: “atiende mortal que tu poder no es inmortal”. Y entonces la mostaza descendía a sus límites pedestres.
De modo que es necesario aterrizar en la realidad que es la justa dimensión de las cosas. Advertía Manuel Atanasio Fuentes, que en el ejercicio de los cargos públicos se amplía el territorio de las tripas porque de ahora en adelante hay que tener panza para comer más. Lo obliga el cargo. Y hay que beber más pues no sólo se trata de menguar la sed sino acatar las expresiones de cortesía tan nuestras y parte de ese folklore nacional con el que se inunda el firmamento político.
Y tratándose de Piura en donde somos muy dados al desfile dominical y el saludo a la bandera. Hay que ponerse espuelas y soportar, domingo a domingo, esos torrentes de sudoración y esa gimnasia del cuello tieso que en realidad no tienen ninguna utilidad práctica. Tampoco nos brota el civismo y el respeto entre nosotros. Mucho menos por los símbolos patrios.
En Piura, por ejemplo, aún no hemos entendido que plantar árboles con acompañamiento de banda es un acto tan amoroso como el saludar a la bandera. O que también es muy patriótico el mantener limpia la ciudad, fomentar la lectura, la cortesía y el respeto. También se ama mucho a la patria con el aseo de las manos pero también con la higiene profunda de la lengua maledicente y la propia conciencia.
En el siglo XXI la geometría del poder se representa con líneas horizontales que preservan el diálogo y la democracia. Los verticalismos son la vieja práctica de gallinero estamental en donde las gallinas de arriba siempre evacúan sobre la de abajo. Son la práctica complaciente del “mande usted patroncito” en un país de mandatarios que ya no existe.
En el Perú de hoy todos somos iguales en derechos y responsabilidades. Todos somos ladrillos y argamasa en una construcción social que se llama Perú.Por supuesto, la igualdad y la libertad, exigen respeto a la voluntad soberana.
La búsqueda del bien común no sólo es una aspiración legítima de los que gobiernan sino también de los gobernados. No dejemos solos a nuestros gobernantes porque la peor soledad es la de los elegidos al día siguiente de asumir los cargos.
Ahí, pasada la euforia del triunfo, los problemas menudean en carne viva, entonces en las noches insomnes, el descanso reparador se llena de sobresaltos. Y el estadista descubre que la mejor fórmula de no perder la calma es hacer las cosas bien y de modo decente.
Tener las manos limpias y las uñas recortadas nos viene bien a todos. Es una práctica saludable. No es bueno, por ejemplo, sembrar un territorio de hospitales. Muchos nosocomios son indicio de un pueblo de enfermos.
La salud es fundamentalmente prevención y anticipación razonable al no tener demasiados sanatorios. Prevención es educación. Lavarse las manos y mantener la inmundicia en su lugar son mucho más efectivos que millones de soles metidos en elefantes blancos cuyo sostenimiento es cuantioso y cuya obsolescencia es veloz.
La felicidad tiene sabor de helado. Y realmente para elaborar helado delicioso se requiere leche, buena fruta y pasión en el batido. El helado bien hecho que saborea la familia es nutritivo y mucho más proclive a la emoción humana de integrar a la familia.
El alcohol provoca, el efecto contrario, primero entusiasma, pero sorbo a sorbo, desnuda a la bestia y convierte al hombre en un guiñapo humano.
De lo que se trata es que juntos, con nuestros flamantes gobernantes, descubramos que el bien común es posible y que el gusano de la corrupción horada la confianza y el respeto entre nosotros. Yo ruego a cada uno de los que me leen y los que no me leen que saboreen, domingo a domingo, un barquillo de helado con un niño. Sentirán en su lengua que la vida tiene un extraordinario significado y sabor humano.